Por más alto que se quiera volar, por más que se dejen atrás todas las realidades, las opiniones que no nos gustan oír, por más que se quiera creer en fantasías, siempre (o casi siempre) llega el momento en el que miramos a nuestro alrededor y empezamos a darnos cuenta, empezamos a ver.
De repente se hace obvio cómo cambió todo: el cielo, las caras, los sonidos, las palabras, los silencios, el mundo, nosotros. O peor todavía, abrimos los ojos y vemos que el cambio sí era posible, que nada iba a quedar intacto con el paso del tiempo.
Empieza la caída, y da miedo. Da miedo mirar para abajo y más miedo da mirar para arriba y ver que lo dejamos atrás, lo único que teníamos, lo que nunca pasó.
Se acerca el suelo, y apretamos los ojos y las manos intentando disminuir la intesidad del impacto y ahí es cuando en realidad despertamos:
No había cielo, nunca volamos. Siempre estuvimos ahí, pegados al suelo. Entonces no duele. En realidad, sólo a caída no duele... el dolor que se va a ocupar de torturarnos más tarde va a ser el de saber que nunca fuimos capaces de despegar. No nos cortaron las alas. Las alas nunca existieron.
No comments:
Post a Comment